Continuación del mensaje de A. T. Jones donde explica como la abominación asoladora usurpa al poder político de Roma y logró una imposición a nivel mundial. Veamos la explicación y el resumen textual:

Ese verdadero sacerdocio, ministerio y santuario de Cristo en el cielo, aparecen tan claramente en el Nuevo Testamento, que nadie puede negarlos. Pero sorprendentemente, es algo en lo que rara vez se piensa; resulta casi desconocido, e incluso difícilmente aceptado por el mundo cristiano de nuestros días.

¿Por qué sucede eso y cómo se ha llegado ahí? Existe una causa. La Escritura la señala y los hechos la demuestran.

El capítulo 7 del libro de Daniel describe al profeta contemplando en visión a los cuatro vientos del cielo que combatían en la gran mar; «y cuatro grandes bestias, diferentes la una de la otra, subían de la mar. La primera era como león, y tenía alas de águila». Simbolizaba el imperio mundial de Babilonia. La segunda era como un oso que se inclinaba de un lado, teniendo tres costillas en su boca, y simbolizaba el imperio conjunto de Medo-Persia. La tercera era semejante a un tigre, que tenía cuatro cabezas y cuatro alas de ave, simbolizando el imperio mundial de Grecia bajo Alejandro Magno. La cuarta bestia era «espantosa y terrible, y en grande manera fuerte, la cual tenía unos dientes grandes de hierro: devoraba y desmenuzaba, y las sobras hollaba con sus pies: y era muy diferente de todas las bestias que habían sido antes de ella, y tenía diez cuernos». Esa cuarta bestia simbolizaba el imperio mundial de Roma, diferente de cuantos lo precedieron, pues originalmente no era una monarquía o reino, sino una república. Los diez cuernos simbolizan los diez reinos que se establecieron en la parte occidental del imperio de Roma, tras la desintegración del mismo.

El profeta dice entonces: «Estando yo contemplando los [diez] cuernos, he aquí que otro cuerno pequeño subía entre ellos, y delante de él fueron arrancados tres cuernos de los primeros; y he aquí en este cuerno había ojos como ojos de hombre, y una boca que hablaba grandezas». El profeta contemplaba y consideraba este cuerno pequeño hasta que «el tribunal se sentó en juicio, y los libros fueron abiertos». Y cuando se estableció ese juicio y se abrieron los libros, dice: «Entonces [en ese tiempo] miré a causa de las palabras tan arrogantes que hablaba el cuerno. Miré hasta que mataron a la bestia, y su cuerpo fue deshecho y entregado para ser quemado en el fuego».

Obsérvese el notable cambio en la expresión de esta última afirmación. El profeta contempló el cuerno pequeño desde su aparición, hasta el momento en el que «el tribunal se sentó en juicio, y los libros fueron abiertos». Daniel contempló el cuerno pequeño en ese momento; y muy particularmente «a causa de las palabras tan arrogantes que hablaba el cuerno». Y continuó contemplando esa misma escena -referente al mismo cuerno pequeño- hasta el final, hasta su destrucción. Pero cuando ésta llega, la expresión que describe su destrucción no es que el cuerno pequeño fuese quebrado o destruido, sino que «mataron a la bestia, y su cuerpo fue deshecho y entregado para ser quemado en el fuego».

Eso demuestra que el cuerno pequeño es otra fase de esa misma cuarta bestia, la bestia espantosa y terrible de la que el cuerno pequeño no es más que una continuación, en su mismo espíritu, disposición y propósito, solamente que en otra faceta. Y así como aquel cuarto imperio mundial, la bestia espantosa y terrible en su forma primitiva, era Roma; así también el cuerno pequeño, en sus hechos, no es sino la continuación de Roma: el espíritu y los hechos de Roma, en la forma que es propia de éste.

Lo anterior queda confirmado por la explicación que da sobre el tema el propio capítulo. En efecto, se dice del cuerno pequeño que es «diferente de los primeros», que «hablará palabras contra el Altísimo, a los santos del Altísimo quebrantará, y tratará de cambiar los tiempos y la ley». Leemos también: «Vi que este cuerno combatía a los santos, y los vencía, hasta que vino el Anciano de días, y pronunció juicio en favor de los santos del Altísimo. Y vino el tiempo, y los santos poseyeron el reino». Todo lo anterior es cierto, y constituye la descripción de la postrera Roma.

Y es la propia Roma postrera quien lo confirma. El papa León el Grande ejerció desde el año 440 al 461, el período preciso en el que la primera Roma vivía sus últimos días, precipitándose rápidamente hacia la ruina. El mismo León el Grande dijo en un sermón que la primera Roma no era más que la promesa de la Roma postrera; que las glorias de la primera habrían de reproducirse en la Roma católica; que Rómulo y Remo no eran sino los precursores de Pedro y Pablo; los sucesores de Rómulo eran, de esa forma, precursores de los sucesores de Pedro; y de igual manera en que la primera Roma había dominado el mundo, lo habría de dominar la postrera, cuenta habida del santo y bendito Pedro como cabeza del mundo. El papado no abandonó jamás esa concepción de León el Grande. Cuando, escasamente quince años después, el imperio romano había perecido como tal y sólo el papado sobrevivió a la ruina, asentándose firmemente y fortaleciéndose en Roma, esa concepción de León no hizo más que afirmarse y ser más abiertamente sostenida y proclamada.

Tal concepción se fue también desarrollando intencionada y sistemáticamente. Las Escrituras se examinaron con detenimiento, y se pervirtieron ingeniosamente a fin de sostener esa idea. Mediante una aplicación espuria del sistema levítico del Antiguo Testamento, la autoridad y eternidad del sacerdocio romano había quedado prácticamente establecida.

Y ahora, mediante deducciones tendenciosas, «a partir del Nuevo Testamento, se estableció la autoridad y eternidad de la propia Roma».

Considerándose a sí mismo como la única continuación de la Roma original, el papado tomó la posición de que allí donde el Nuevo Testamento cite o se refiera a la autoridad de la Roma original, se aplica en realidad a él mismo, quien se autoproclama como la verdadera y única continuación de ésta. De acuerdo con lo anterior, donde el Nuevo Testamento amonesta a rendir sumisión a «la autoridad», o a obedecer «a los gobernadores», debe referirse al papado. La razón es que la única autoridad y los únicos gobernadores que por entonces había, eran los romanos, y el poder papal es el único verdadero continuador del romano.

«Se tomó todo texto que contuviese un imperativo a someterse a las potestades; todo pasaje en el que se ordenase obedecer a las autoridades de la nación, llamando especialmente la atención al hecho de que el mismo Cristo sancionó el dominio romano al pacificar el mundo a través de Augusto, al nacer en una época en la que se pagaban tributos, como los que él mismo pagó al César, y al decir a Pilato: ‘ninguna potestad tendrías contra mí, si no te fuese dado de arriba’». (Bryce). Y puesto que Cristo reconoció la autoridad de Pilato, que no era sino representante de Roma, ¡quién se atreverá a desdeñar la autoridad del papado, auténtica continuación de esa autoridad a la que el mismo Señor del cielo se sometió!

Y no fue sino una culminación lógica de esa pretensión, lo que llevó al papa Bonifacio VIII a presentarse a sí mismo ante la multitud vestido de armadura, con un casco en la cabeza y blandiendo una espada, para proclamar: «No hay otro César, rey ni emperador, sino yo, el soberano Pontífice y sucesor de los apóstoles». Y posteriormente declaró, hablando ex catedra: «Por lo tanto, aseveramos, establecemos y proclamamos que, a fin de ser salvo, es necesario creer que todo ser humano está sujeto al Pontífice de Roma».

Eso prueba suficientemente que el cuerno pequeño del capítulo 7 de Daniel es la Roma papal, y que es intencionadamente, en espíritu y propósito, la continuación de la Roma original.

Referencia: https://libros1888.com/camino.htm#cap13

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